jueves, 3 de noviembre de 2011


He escuchado numerosas veces la frase: "quien no arriesga no gana". De hecho, la úlima vez fue ayer, en una mañana aburrida, totalmente despejada de impertinentes cavilaciones que me impiden pensar con claridad. Se trataba de una de esas conversaciones improvisadas que aparecen como por arte de magia, de esas en las que te das cuenta quién eres realmente.

"—He aprendido que si no se arriesga, no se gana. —me dijo ella.
—Sí, tienes razón. Pero a veces el miedo a fallar es mayor que todo lo demás. —contesté, decidido."


Con esa frase resumí, dolorosamente, por qué no era capaz de ser valiente. Exacto. El miedo a fallar. El miedo a no ser capaz de alcanzar tus objetivos, de agarrar tus sueños. Porque, esa sensación de impotencia, ese pensamiento pesimista que hunde tu confianza hasta el mismísimo subsuelo, sin dejar que mantengas tu cabeza alta y distinguida de las demás; duele. Duele. Se resiste. Se esconde el dolor. Aprendes a no dejarlo salir, que no se proyecte en tu mirada. Aprendes a ser infeliz en secreto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario